El 27 de febrero de 2019, Abby Reyes recibió un correo electrónico contándole que la recién nacida Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) había iniciado una investigación sobre los secuestros cometidos por las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y explicándole cómo funciona el innovador modelo de justicia transicional creado por Colombia en el acuerdo de paz de 2016. En el mensaje, la magistrada auxiliar Ana María Mondragón la invitaba a formar parte del macro-caso.
Veinte años atrás, exactos casi hasta el día, su pareja Terence Freitas fue secuestrado en una carretera rural de Cubará, un aislado pueblo en el nororiente del país cerca de Venezuela. Un joven biólogo y especialista ambiental de 24 años, acompañaba la lucha de los indígenas u’wa contra los planes de la empresa estadounidense Oxy de buscar petróleo en su territorio ancestral hacía dos. Guerrilleros de las FARC detuvieron la camioneta que los conducía a él y a dos compañeras, Ingrid Washinawatok El-Issa, una líder del pueblo menominee de Wisconsin y del Fondo de las Cuatro Direcciones, y Lahe’ena’e Gay, nativa hawaiiana y fundadora de la ONG Pacific Cultural Conservancy International, al aeropuerto de Saravena desde donde iniciarían el viaje de regreso a Estados Unidos. Una semana más tarde, los cuerpos de los tres fueron encontrados del otro lado de la frontera venezolana. El caso, conocido como ‘el de los indigenistas estadounidenses’, causó conmoción nacional.
Dos de ellas eran también indígenas: Ingrid Washinawatok El-Issa era y dirigía el Fondo de las Cuatro Direcciones que financiaba iniciativas indígenas de salud, educación y revitalización de lenguas nativas, mientras Lahe’ena’e Gay era nativa hawaiiana y fundadora de la ONG Pacific Cultural Conservancy International que impulsaba modelos educativos indígenas.
“El correo yacía sin leer en mi buzón. Venía de Colombia. Sabía lo que diría, pero también que no podría abrirlo sin más apoyo”. Con esas palabras arranca “Demandas de verdad”, el conmovedor libro recién publicado en el que Abby –una abogada ambiental de origen filipino y experta en proyectos de resiliencia comunitaria en la Universidad de California en Irvine- cuenta la historia de Terry, el joven idealista con quien llevaba meses saliendo y con quien acababa de mudarse a un apartamento compartido en Nueva York al que él no alcanzó a llegar. También narra su búsqueda de un cuarto de siglo por la verdad, que la llevó a convertirse –junto con Julie Freitas, la madre de Terry- en las únicas personas extranjeras y no residentes en Colombia acreditadas como víctimas ante la JEP.
Su relato muestra cómo la participación de las víctimas en la justicia transicional colombiana, incluso en casos donde la verdad que emerge en las investigaciones es parcial y en un sistema cuya lógica es desentrañar los patrones de macro-criminalidad en vez de abordar caso por caso, ha tenido efectos intangibles como ayudarles a seguir procesando sus pérdidas y dolores tan íntimos.
“Un timing incómodo”
En un primer momento, Abby se sintió afrontada por la invitación. “El timing era incómodo”, escribió. “Me senté en el sofá del pequeño piso de alquiler [en Oakland, al que había llegado para conmemorar el vigésimo aniversario de la muerte de Terry] y pensé, ¿a quién quieren engañar? Las FARC asesinaron a nuestros amigos y destruyeron nuestras familias. El gobierno colombiano esperó veinte años y ahora vienen a pedir nuestras preguntas?”
Tras un rato leyó la carta de nuevo. Un párrafo le llamó especialmente la atención. “Puedes mandarnos las preguntas que tienes sobre tu caso –tus demandas de verdad- para que nosotros preguntemos a los ex combatientes sobre ellas en el contexto de las versiones voluntarias”, le había escrito Ana María Mondragón. Quizás también ayudó que Abby pidió consejo a Astrid Puentes, hoy relatora especial de Naciones Unidas para el ambiente, que coincidencialmente había sido jefa de Mondragón en la ONG de derecho ambiental AIDA, donde ambas trabajaron en el caso de los u’wa ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
En el correo, Mondragón le explicó que había dos formas en las que Abby podría participar: podría enviar un informe contando su experiencia “en sus propias palabras”, así como cualquier material que les pudiera servir a ellos en la investigación, y podía solicitar ser reconocida como víctima de las FARC en el llamado caso 01. Le explicó también la particularidad del modelo colombiano: si quienes fuesen considerados máximos responsables de la política criminal del secuestro reconocen su responsabilidad y aportan verdad, podrían recibir una sanción más benévola de 5 a 8 años en un entorno no penitenciario. En caso de no hacerlo, su caso pasaría a un carril adversarial en el que, de ser hallados culpables, irían a prisión hasta por 20 años.

“Solo tenemos cartas de amor”
Una semana después Abby le respondió. “Quiero participar en las dos maneras que describes”, le escribió, añadiendo que la madre de Terry también aceptaba y que pedía ser representada por ella ante la JEP. “Hace exactamente veinte años hoy. Tomó veinte años”.
Había aspectos prácticos que pronto se convirtieron en un desafío. Para ser acreditada como víctima, se requería una prueba de relación familiar. Julie podía aportar el certificado de nacimiento de Terry pero en su caso, Abby le explicó a la magistrada auxiliar, “teníamos 24 años y no estábamos casados, ¿qué evidencia puedo ofrecer?”, le preguntó. “Solo tenemos cartas de amor”. Mondragón la tranquilizó: las cartas serían evidencia suficiente. Funcionaban para probar lo que la ley colombiana llama “un interés directo y legítimo para ser reconocida como víctima”. Del lado de Julie, tendría que abrir las cajas con memorias de Terry que mantenía guardadas sin tocar. En el suyo, revisitar una bolsita de lana donde depositó mensajes amorosos que no había tocado en dos décadas.
Los funcionarios de la JEP posiblemente no se percataron de lo que desde ese momento ya estaban removiendo en Abby. O quizás sí, pero lo atribuyeron al torrente de emociones encontradas de muchas víctimas al ser buscadas por la naciente justicia transicional. La propia Mondragón, encargada de trazar la ruta de participación de las víctimas de secuestro y de buscar a decenas de ellas que se exiliaron en lugares como Costa Rica o Florida, no era consciente de la fecha que eligió para escribirle. Consultada seis años después, se queda en silencio casi un minuto, visiblemente conmocionada. “No tenía idea. Qué coincidencia tan bonita, tan sincrónica”.
Qué cara tiene la justicia
Unos meses después, Julieta Lemaitre, la magistrada que instruye el caso, le contó a Abby que habían identificado a dos ex guerrilleros que participaron en los hechos. Le preguntó qué quería que ellos respondieran, pero también “qué significaría para ellas la justicia en este caso”.
No era una pregunta sencilla. Julie repuso que nada podría traerlos de vuelta, por lo que para ella la justicia sería “que los u’wa puedan vivir en paz, sin interferencia de compañías petroleras, hombres con armas o del Estado. Que puedan recuperar sus tierras y cuerpos de agua, y reafirmar sus modos de vida tradicionales en su territorio”. Abby concordaba con esa visión. En sus palabras, “la justicia para nosotras nunca fue sobre los agentes insignificantes de la economía extractiva”, sino de “hacer visibles las líneas que van de los daños en el terreno a los centros de mando, cuerpos estatales y salas de juntas de donde salen las órdenes con frecuencia tácitas de actuar”.
También, a petición de la JEP, formularon algunas ideas de posibles sanciones, incluyendo que ex guerrilleros sean asignados a madres que fueron privadas por las FARC de su hijos, para serles útiles en su vejez. Fue un intercambio satisfactorio para Abby, tras tantos años sin ver avances en la justicia ordinaria, pero uno que en todo caso describe como “moverse a través de arenas movedizas” y en el que cada mensaje la sumergía en “una nueva oleada de sollozos recorriendo mi cuerpo, el estómago y la espalda tensados”.
36 demandas de verdad
En abril de 2019, Abby y Julie –ya acreditadas como ‘intervinientes especiales’- enviaron a la JEP sus ‘demandas de verdad’. Era el concepto que la psicóloga Lina Rondón acuñó para identificar las necesidades de saber de las víctimas de secuestro y las angustias que les dejó el crimen, diferenciadas de sus exigencias de reconocimiento a la guerrilla.
La madre y pareja de Terry enviaron una lista de 36 preguntas que Abby describe en su libro como “una cuarta parte corpóreas y tres cuartas partes políticas”. Muchas de las dudas tenían que ver con cómo fueron las condiciones del cautiverio y los últimos momentos de los tres, preguntas comunes entre víctimas de secuestro y en las que profundizan las seis imputaciones hechas por el equipo de Lemaitre desde inicios de 2021. ¿Durmieron y recibieron comida? ¿Llevaban zapatos en las caminatas que les obligaron a hacer? ¿Permanecieron siempre amarrados? ¿Les hicieron algún daño físico antes de asesinarlos?
También querían entender las motivaciones del secuestro, desde cómo se enteraron de la presencia de los tres ciudadanos estadounidenses en la zona, si alguien se las señaló y si consideraron exigir un rescate a cambio de su liberación. Y más de la mitad de sus preguntas giran en torno a entender si el triple secuestro y asesinato tuvo relación con el trabajo que hacían con los indígenas u’wa y si alguna empresa estuvo involucrada. ¿Quién decidió matarlos? ¿Recibieron algún pago por esos crímenes? ¿Conversaron con alguna empresa o persona de Estados Unidos sobre ellos? ¿En algún momento las FARC prestaron servicio de protección a la maquinaria de la Oxy? ¿Por qué la guerrilla continuó persiguiendo al líder u’wa Berito Cobaría, ganador del premio Goldman, el ‘Nobel ambiental’?
Cerraban con las preguntas más personales, quizás las más duras. Julie quería que le dijeran: ¿por qué le dispararon 10 veces? ¿Por qué 10 balas? Abby tenía dos inquietudes: ¿pronunció Terry su nombre? ¿Conocían ellos, las FARC, su nombre?
El relato de un ex jefe guerrillero
A mediados de 2021, Abby se sentó frente al computador en una cabaña que había alquilado por el verano en Vermont. Acompañada virtualmente por varios funcionarios de la JEP y sus abogados, vio el video con el testimonio de uno de los pocos sobrevivientes de las FARC que participó en el secuestro y asesinato de Terry. Su nombre era Reinel Guzmán, su alias ‘Rafael Gutiérrez’ y su rol, alto mando del Bloque Oriental de la guerrilla. Era quien había dado la orden fatídica. “Mátelos”, dispuso.
En ese ‘traslado’, como la JEP llama al hecho de facilitar a las víctimas acceso a los relatos extendidos de los perpetradores y el único hecho hasta ahora en un idioma distinto al español, fueron emergiendo fragmentos de la verdad que tanto anhela Abby. No del por qué sucedió, que era su interés principal, pero sí sobre el cómo. Era, en sus palabras, “una línea de tiempo entre el secuestro y las ejecuciones que nunca había escuchado”.
Según el relato de Guzmán, sus hombres secuestraron a los tres estadounidenses y los llevaron a Venezuela por orden de Germán Briceño Suárez, alias ‘Grannobles’. Era una situación atípica porque no era superior jerárquico de su unidad, pero era hermano del temido ‘Mono Jojoy’, comandante del Bloque Oriental e histórico integrante del Secretariado de las FARC hasta su muerte en 2010. Guzmán contó que el 28 de febrero de 1999 pidió instrucciones por radio a ‘Mono Jojoy’, pero que quien respondió en la tarde fue su hermano ‘Grannobles’ con la orden de matarlos. Pese al silencio de su jefe, Guzmán señaló que trasladó la orden a sus hombres. A la mañana siguiente, dos horas después de que éstos reportaron haberla cumplido, ‘Jojoy’ finalmente apareció. Les pidió esperar y mencionó una “situación diplomática”. “Cuídelos”, fue su instrucción, evidentemente tardía.
La revelación supuso un duro golpe para Abby. “Si este hombre lo hubiese reflexionado mientras dormía, si hubiera podido ejercer la paciencia durante una noche, nuestras vidas podrían haber sido muy diferentes”, escribió en su libro.

Sin rendición de cuentas para empresas
Abby encontró, sin embargo, algunas contradicciones en el relato de Guzmán. La antigua cúpula de las FARC ha mantenido ante la JEP que ‘Grannobles’ actuó solo y sin autorización de sus superiores, incluido alguien tan importante en la organización como su hermano, por sospechas de que eran agentes de la CIA. Al mismo tiempo, Guzmán señaló que ‘Grannobles’ se refirió a ellos como “indigenistas” desde el primer día del secuestro, lo que para Abby desvirtúa la teoría de que eran agentes de inteligencia. ¿A quién benefician estas inconsistencias?, pregunta Abby en su libro. Posiblemente a la Oxy, escribió.
¿Podría la JEP aclarar si la empresa petrolera tuvo alguna relación con los crímenes ocurridos hace 25 años? Había un problema: el acuerdo de paz de 2016 con las FARC contempla que el tribunal especial investigue, juzgue y sancione a personas que tuvieron una “participación activa y determinante” en colaborar con o financiar a quienes cometieron atrocidades. Sin embargo, la Corte Constitucional limitó el mandato de la JEP sobre ‘terceros civiles’ y determinó que no podría citarlos, sino que ellos deberían acudir voluntariamente, bajo las mismas condiciones e incentivos que otros actores. Esa decisión limitó el rango de acción de la justicia transicional colombiana sobre civiles, dando pie a lo que la ONG legal Dejusticia y la académica Sabine Michalowski llamaron su “competencia restringida”. Es la razón por la que solo un puñado de civiles ha llegado a la JEP, la mayoría de ellos ya con condenas en la justicia ordinaria. El tribunal no tiene competencia sobre empresas, algo que para Abby significa “un enorme agujero en la posibilidad de la verdad”.
Cómo ganaron
Al final, Abby siente que “el proceso de la JEP desenterró, en el mejor de los casos, pequeñas clarificaciones sobre las circunstancias materiales de los secuestros”, pero que la mayoría de sus preguntas continúan sin respuesta. “Mi acceso a la verdad sobre lo que ocurrió sigue estando fracturado. Sigo teniendo solo fragmentos”, dice. Aún así, valora la “anticipación atenta” de los “impactantes abogados de derechos humanos” del tribunal y sintió que valió la pena participar en el proceso transicional. “Por primera vez sentí que tenía control de las cosas”, reflexiona.
Esa percepción todavía puede cambiar. La JEP incluyó el secuestro y asesinato de los tres estadounidenses como un caso grave y representativo en la imputación por crímenes de guerra y de lesa humanidad a la antigua cúpula de las FARC por su política de secuestro, aún pendiente de sentencia. Según el tribunal especial, ilustra “la particular vulnerabilidad de las personas de nacionalidad extranjera que fueron consideradas como sospechosas para la organización”. Es probable que aparezca en mayor detalle en la acusación contra ex miembros del Bloque Oriental que también sean considerados máximos responsables, una de las dos que aún restan en ese macro caso (aunque no podrá ser imputado ‘Grannobles’, quien se cree forma parte de una de las disidencias que se apartaron del acuerdo de paz).
El periplo de Abby en búsqueda de verdad y justicia, por años estancado, se aceleró en otro frente. El 20 de diciembre de 2024, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano por haber vulnerado los derechos del pueblo indígena u’wa al permitir la exploración petrolera en su territorio sin su consentimiento. Con ese hito, tras otra lucha legal de tres décadas, termina el libro de Abby. “Ganamos”, escribió.
